Me lancé a la carretera, tal y como ella solía hacer, recorrí infinitas y solitarias carreteras, pasé por decenas de pueblos, de ciudades, conocí a un montón de personas y la busqué en cada pueblo de cada ciudad que visité, la busqué en cada persona que conocí.
La vi en cada chica con All Stars, en cada chica bajita, en cada chica que tocara la guitarra, en cada chica que mostrara una amplia sonrisa, en cada chica con vaqueros rotos, la vi en todas aquellas chicas, pero ninguna era ella.
Y entonces la encontré, la encontré cuando había dejado de buscarla, en medio de un millar de caras y a muchos kilómetros de mi, aún así la vi y supe que era ella, que esta vez no eran imaginaciones.
En cuanto la vi mi corazón volvió a latir después de tanto tiempo, mis pulmones se llenaron de oxígeno y pude exhalar una bocanada de aire que me pareció gloriosa, mis ojos no podían mirar otra cosa, después de tanto tiempo aún conseguía ejercer ese poder de magnetismo sobre mí.
Todos los allí presentes contemplaban la belleza de las cataratas del Niágara en una preciosa noche donde los espectaculares colores emanaban del agua, rojo, azul, amarillo, naranja, preciosos colores que se proyectaban en las caras de miles de personas que observaban embelesados, pero yo no, en lugar de mirar las cataratas contemplaba una belleza más extraordinaria, al menos para mí, una belleza que hacía que me recorriera un escalofrío por todo el cuerpo, que mi corazón galopara salvajemente en mi pecho.
Entonces me miró, entre tanta gente y a tanta distancia ella me miró directamente a mí, alertada por mis gritos mudos que pronunciaban su nombre en silencio, todo mi ser gritó sin voz su nombre y ella me oyó y a pesar de que yo había cambiado me reconoció, porque cuando me miró no vio mi cuerpo, sino mi alma.
Nos miramos durante un minuto, aunque a mí me pareció una hora, entonces ella frunció el ceño, sonrió levemente y alzó la mano a modo de saludo, no la agitó, solo la alzó y yo le respondí al saludo alzando y agitando la mía; entonces ella le dio la espalda a las cataratas y comenzó a caminar, sorteando a la gente y comprendí que tenía intención de llegar a mí, así que hice lo mismo.
Mientras recorría la larga distancia que nos separaba pensé en muchas cosas, pensé en cómo había comenzado todo esto, hacía ya siete meses, en cómo me había llevado hasta aquí, hasta ésta noche, hasta ella, ¿qué probabilidades habían de encontrármela?, ¿de que coincidiéramos en el mismo sitio, el mismo día, la misma noche?.
También pensé en mí y en el cambio que había experimentado en estos años, ya no era aquella chica de diecisiete años que ella conoció, no llevaba el pelo corto y perfectamente arreglado, ni ropa de marca y zapatos carísimos, ya no era aquella chica que no salía de casa sin estar perfectamente maquillada y arreglada.
No, en absoluto, ella iba a encontrarse con una chica de pelo largo y castaño, no cobrizo, que caía ondulando sobre los hombros, camisa desgastada, vaqueros raídos y unas All Star con las suelas derretidas por el calor del asfalto bajo los pies, con las solapas laterales rajadas, llenas de garabatos, sucias y con un agujero lo suficientemente grande como para ver de qué color eran mis calcetines.
Pero por dentro era casi la misma, seguía muriendo por ella, yo había cambiado, pero no lo que sentía por ella.
Y entonces nos alcanzamos y allí estaba mi pequeña, mi chica de la guitarra, mi chica de la moto púrpura, mi Ary, misma cara, misma ropa, mismas puntas quemadas por el sol, incluso mismas All Star rojas.
Por un momento sentí que el tiempo no había pasado, que no habían pasado todas aquellas cosas entre nosotras, casi pude ver la funda de la guitarra colgada a su espalda, las paredes de ladrillos victorianos de la escuela de arte a nuestro alrededor, incluso a mí misma con el pelo corto y las mayas de ballet.
Pero no estábamos en Baltimore, estábamos en Canadá, intentando reunir el valor para hablar, aunque yo sabía quién daría el primero paso.
-Hola, Avi.