Dos cosas son las que me vienen a la mente cada vez que pienso en ese viaje: el pánico que pasé en los aviones, y el prado que encontré tras mi hotel.
No puedo dejar de pensar en aquel prado tras mi hotel.
Pasé cuatro días allí, pero sólo pude disfrutar de aquel prado un día, durante 10 minutos. Ahora volvería a ir sólo para poder pasar horas en aquel prado.
En París vi muchas cosas, pero la que más se quedó grabada en mi mente fue aquel prado.
Durante esos 10 minutos que caminé por allí y me tumbé en la hierba me sentí totalmente libre, en paz, liberada, con la mente totalmente en blanco. No se escuchaba nada, la hierba estaba fresca por la tromba de agua que había caído el día anterior, veía los conejos correr libres y sin miedo por el prado. Todo era verde, todo era silencio y yo estaba en paz. No quería irme, aún no. Por primera vez en tres días olvidé el temor que sentí en cuanto pisé París de que tendría que volver a volar. Olvidé los aviones, olvidé los problemas, olvidé todo lo que no funcionaba correctamente dentro de mí, olvidé a las personas que sabía que no encajaban ya en mi vida, pero que seguía conservando por amor, o quizá por costumbre.
Finalmente tuve que irme, porque me esperaban, pero no sin antes prometerme que volvería únicamente para visitar ese prado de nuevo y tumbarme en él durante horas, y no volvería sola.
Estos días más que nunca la imagen de ese prado viene a mi una y otra vez, y no se por qué. Quizá porque lo convertí en mi segundo lugar especial, sin saberlo, y mi alma me pide justo ahora, en estos momentos difíciles para mi, tumbarme en la hierba y dejar la mente en blanco.
Algún día volveré.
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